(EUSKARAZ)
Carlos Taibo, experto en decrecimiento, estará en Donostia el 27 de abril (19:30) apar ofrecer una conferencia sobre «Descrecimiento y colapso». La charla tendrá lugar en el parque de los Viveros de Ulía, organizada por Lumaltik, A Planeta eta CNT, y con la colaboración de Uliako Lore Baratzak.
Taibo y otras llevan años hablando de Decrecimiento y escribiedo numerosas páginas y libros. Difícil sumarizarlo aquí, difícil escoger la obra más representativa, la más actual. Sin embargo mucho de lo dicho se puede aplicar al actual momento de crisis profunda, de la crisis de las Subprime del 2008, de la de la Covid-19 o nuevamente ahora de la provocada por la guerra de Ucrania. Traemos aquí un tecto que el propio Taibo escribió en 2011 (su más reciente edición, la 5ª, siendo de 2019). pese a alguna alusión ya anticuada, su trasfondo permanece relevante, sobre todo para entender el tema sobre el que disertará el 27 de abril.
CARLOS TAIBO: Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus obras sobre decrecimiento han sido profusamente reeditadas. Pueden mencionarse entre ellas En defensa del decrecimiento (Los Libros de la Catarata, Madrid, 2009), ¿Por qué el decrecimiento? (Del Lince, Barcelona, 2014) y Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo (Los Libros de la Catarata, Madrid, 2016), El decrecimiento explicado con sencillez (2018)
Carlos Taibo en R3: https://drive.google.com/file/d/1Bb4UNFcKy3pUhRJKYYFh1EM-iBajU3ZT/view
A continuación texto de Carlos Taibo «El decrecimiento explicado con sencillez« (PDF) (Ilustraciones de Pepe Medina)
¿TAN BUENO Y SALUDABLE ES EL CRECIMIENTO ECONÓMICO?
En nuestros países parece darse por descontado, desde mucho tiempo atrás, que el crecimiento económico es un hecho saludable que no tiene sino consecuencias positivas. Tan es así que la abrumadora mayoría de los dirigentes políticos, de los economistas y de los propios sindicalistas piensan que si el crecimiento falta será imposible resolver muchos de los problemas más importantes que nos acosan. Estiman, por decirlo de otra manera, que allí donde hay crecimiento económico hay también cohesión social, los servicios públicos se hallan razonablemente asentados, la pobreza desaparece y, en fin, la igualdad gana terreno.
No se trata de negar que en muchos momentos se han derivado consecuencias positivas del crecimiento económico. Lo que hay que hacer es preguntarse si lo que pudo ser verdad en el pasado sigue siéndolo en el presente o, más aún, si el crecimiento del que hablo no es hoy explicación principal de muchos de nuestros problemas. Para perfilar esta última idea bueno será que anote media docena de hechos que invitan a recelar de las virtudes que tantas veces se atribuyen al crecimiento.
1. Lo primero que hay que señalar es que el crecimiento económico no genera, o no genera de manera necesaria, cohesión social. Bastará con proponer al respecto un ejemplo. Sabido es que China ha crecido espectacularmente durante los dos últimos decenios. Nadie se atreverá a sostener en serio, sin embargo, que ese milenario país muestra hoy una mayor cohesión social que la que exhibía veinte años atrás. Sobran las razones para afirmar, muy al contrario, que China registra en estas horas tensiones sociales cada vez más agudas que, en una clave importante, nacen de un escenario marcado por una mayor desigualdad. Al fin y al cabo, a un hecho parecido se han referido en un sinfín de ocasiones los críticos de la globalización en curso, empeñados en subrayar que esta última, aunque ha permitido en ocasiones niveles muy altos de crecimiento, en modo alguno se ha traducido en una mayor igualdad.
2. Tampoco es en modo alguno evidente que el crecimiento económico se vincule con la creación de puestos de trabajo y, de resultas, permita reducir el paro. Las últimas décadas de las economías capitalistas desarrolladas —de los países del Norte, para decirlo de forma rápida— se han traducido en un significativo crecimiento económico que se ha visto acompañado, sin embargo, de la destrucción de muchos puestos de trabajo. El hecho es tanto más llamativo cuanto que, en paralelo, el capitalismo que padecemos ha pasado a aplicar medidas que, al propiciar los contratos temporales y la precariedad, deberían haber permitido un rápido, aunque un tanto ficticio, incremento del empleo. La realidad cotidiana de nuestros países obliga, pues, a rechazar esa imagen, demasiado fácil, que identifica sin más crecimiento y empleo.
Algo similar hay que decir, por cierto, de otra afirmación mil veces repetida: la que señala que el incremento de los beneficios empresariales es saludable porque se traduce en un incremento paralelo de las inversiones productivas que reduce, inevitablemente, el paro. La experiencia más reciente obliga a identificar, sin embargo, otro destino para esos beneficios: una omnipresente especulación que nada tiene que ver ni con las inversiones productivas ni con
la creación de empleo. A la especulación se ha sumado, por lo demás, la búsqueda de una mayor productividad a través de una mayor explotación de los lamentablemente, y que haríamos bien en recuperar de la mano de un estudio concienzudo de lo que se hace en tantas sociedades africanas. Latouche concluye, en un argumento visiblemente provocador, que la mejor manera de ayudar a los africanos es la que pasa, literalmente, por dejarlos tranquilos, al
margen de nuestras tramas comerciales, de nuestras maravillosas tecnologías, de nuestras populosas ciudades, de nuestros ejércitos y de nuestro dinero.

SALIR DEL CAPITALISMO
Importa, y mucho, explicar qué es lo que desde el decrecimiento se piensa en relación con el capitalismo y su futuro. A menudo se ha discutido, en particular, si es imaginable un programa de decrecimiento dentro del capitalismo. Admitiré que responder a esta cuestión es delicado: hay suficientes diferencias entre las distintas propuestas del decrecimiento para que cualquier respuesta rotunda esté de más. Si concibiésemos el decrecimiento, por ejemplo, como un mero proyecto de cambio individual o desplegásemos sólo alguno de los principios y valores de los que antes he hablado, la lógica de fondo del capitalismo apenas se resentiría.
Pero, dicho esto, conviene agregar que la mayoría de las versiones del decrecimiento señalan que hay que salir con urgencia del capitalismo. Más aún, reivindican una especie de síntesis entre muchas de las luchas del movimiento obrero de siempre y las derivadas de la conciencia de que significa la crisis ecológica. Si se trata de volcar este argumento en una consideración
sobre la obra de Marx, lo que esas versiones del decrecimiento nos dicen son dos cosas. Por un lado sugieren que hay que corregir las innegables carencia que esa obra arrastra, toda vez que en la segunda mitad del siglo XIX Marx no fue comúnmente consciente de la hondura de un problema que hoy, por razones obvias, nos parece decisivo: los límites medioambientales y de recursos del planeta. Pero, por el otro, señalan que hay que preservar la crítica que Marx
realizó de la mayoría de los elementos propios del capitalismo y de la explotación, del trabajo asalariado y de la mercancía.

La urgencia de salir del capitalismo no nace sólo de consecuencias ineludibles en la propuesta del decrecimiento. Tiene en nuestros días un fundamento adicional en la visible corrosión que acosa al propio capitalismo. Si este último ha demostrado históricamente una formidable capacidad de adaptación a los retos más dispares, esa capacidad está hoy en entredicho de la
mano de un sistema que, llevado del deseo de multiplicar espectacularmente sus beneficios en un período de tiempo extremadamente breve, acaso está cavando su tumba. En un sentido paralelo, la eficacia innegable que el capitalismo demostró en el pasado —era un sistema injusto, explotador y excluyente, pero las más de las veces permitía alcanzar los resultados
esperados— parece haberse diluido rápidamente en el presente en un momento en el que luego de rechazar orgullosamente todo tipo de intervención pública en la economía, los grandes empresarios han acabado acogiéndose a ayudas estatales que anuncian, por cierto, la reaparición de muchos de los elementos que nos han conducido a la crisis actual.
Más allá de lo anterior, sobran las razones para afirmar que el capitalismo es manifiestamente incapaz de encarar el problema de los límites medioambientales y de recursos, de tal forma que, al amparo de la pervivencia del propio capitalismo, todo invita a concluir que la crisis ecológica se ahondará. En este terreno hay que recelar, en particular, de las propuestas que apuntan a perfilar un capitalismo verde empeñado en mantener la esencia del sistema actual, esto es, empeñado en garantizar que es la vida de los seres humanos la que debe seguir adaptándose a las necesidades del capital.
También hay que desconfiar, por cierto, de esas empresas que nos intentan vender su presunto respeto por el medio ambiente y por los derechos sociales.
¿Qué habrán hecho antes para que precisen de semejantes formas de autopropaganda?
LAS CRÍTICAS AL DECRECIMIENTO
No son muchas las críticas que el proyecto del decrecimiento ha suscitado hasta ahora. Si así lo queremos, pueden organizarse en tres grandes posiciones.
1. La primera de ellas nace de los circuitos oficiales de los sistemas que padecemos. Lo común es que en esos circuitos se ignore sin más lo que los decrecentistas dicen y reivindican, acaso por estimar que la propuesta correspondiente es una extravagancia que no merece sino desprecio. Por detrás de este juicio es fácil apreciar la influencia de los economistas que trabajan para el sistema en cuestión, incapaces de someter a revisión los fundamentos
de su disciplina.
Es verdad, con todo, que en algunos casos se reconoce a los decrecentistas buenas intenciones que se toparían, sin embargo, y siempre desde el discurso oficial, con tres obstáculos. El primero sería la presunta condición catastrofista —y digo presunta porque cada vez es mayor el consenso científico en lo que respecta a las delicadísimas secuelas de la crisis ecológica— del diagnóstico decrecentista; al respecto se recuerda a menudo cómo en el pasado muchos diagnósticos más o menos similares demostraron no ajustarse a la realidad. Elsegundo lo aportaría la posibilidad de que la aparición de nuevas tecnologías —a ella dedicaré el epígrafe siguiente— permita resolver problemas que hoy nos parecen inabordables, una confianza muy común en el discurso de quienes defienden los sistemas hoy imperantes. El tercer y último obstáculo lo plantearía, de forma un tanto sorprendente, la afirmación de que lo del decrecimiento, saludable o no, es literalmente irrealizable, con lo que no queda otro remedio que dejarlo en el olvido. Es muy importante subrayar cómo esta última visión, muy extendida, parece considerar que lo mejor que podemos hacer es encaminarnos orgullosa y felizmente hacia el abismo, un poco a la manera de lo que hicieron algunos pasajeros del Titanic que, cuando el barco se hundía con ellos a bordo, prefirieron seguir bebiendo champán mientras bailaban al son de un vals. Sonia Savioli retrata bien esta locura: “Los enemigos dicen siempre que ‘no se puede dar marcha atrás’. Es curioso que los habitantes de un planeta esférico que da vueltas sobre sí mismo y en torno al Sol hablen siempre de ‘ir hacia delante’. Como si esperasen salir de ese planeta. ¿Para lanzarse al abismo?”.
2. Una segunda posición crítica ha nacido en el marco de determinados segmentos de la izquierda que se vinculan, con razón o sin ella, con el pensamiento de Marx. En realidad, las contestaciones del decrecimiento que han surgido en ese ámbito no son propiamente tales: la mayoría de las veces lo que hacen es ignorar, sin más, la existencia de la crisis ecológica. Si es verdad que en determinados círculos del ecologismo radical se ha abusado del concepto de huella ecológica —como si sirviese para fundamentarlo todo—, no lo es menos que en las posiciones que ahora me interesan lo que destaca es una ignorancia supina en lo que se refiere al significado de ese concepto y, con ella, la superstición de que el final del capitalismo resolverá mágicamente los problemas. Al margen de lo anterior, estas posiciones abusan a menudo de la multiplicación de citas de Marx —como si, para asentar lo que decimos, precisásemos siempre del pensador alemán— y olvidan que este último no fue particularmente consciente de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Llegado el caso, esquivan los textos de Marx —no faltan— que revelan de su lado una incipiente conciencia ecológica. Agregaré, en suma, que las herramientas de las que acabo de hablar deben subordinarse a un propósito diferente: el de enseñarnos a movernos en el escenario propio de la sociedad que se abrirá camino después del colapso. Es fácil concluir, claro, que semejante cambio, no precisamente menor, afecta a la fundamentación de toda la perspectiva del decrecimiento.

2. Habrá observado ya el lector que me he acogido a una terminología que habla del decrecimiento como una perspectiva, y no como una teoría y, menos aún, como una ideología. Lo que quiero señalar al respecto es que conviene rebajar las ínfulas en lo que hace a las capacidades inherentes a la propuesta decrecentista. Esta última —ya lo he anotado en las páginas de esta obra— debe configurar un agregado, bien que importante, a otras cosmovisiones, que de resultas se verán vivificadas por su influencia.
Muchas veces he señalado —y permítaseme, a manera de ejemplo de lo que quiero subrayar, esta incursión personal— que soy un libertario decrecentista, y no un decrecentista libertario. El meollo de mi visión del mundo, y de mi manera de intervenir en él, lo ofrece la propuesta libertaria de la mano de conceptos como los de autogestión, democracia directa o apoyo
mutuo. Lo que quiero subrayar es que en su despliegue material esos conceptos ganarán en calidad si incorporan una perspectiva decrecentista. Claro es que esta última no constituye el único agregado imaginable del que hay que echar mano. Cuantas veces he tenido la oportunidad he subrayado que a mi entender cualquier contestación del capitalismo en el momento en que estamos tiene que ser por definición decrecentista, autogestionaria, antipatriarcal e internacionalista. ¿Por qué? Porque si falta alguno de estos adjetivos, es muy
sencillo que esté moviendo, acaso muy a su pesar, el carro del sistema que quiere, o que dice, contestar.
3. Aunque antecedentes de la perspectiva decrecentista los hay desde bastante antes —baste con mencionar los nombres de Nicholas Georgescu-Roegen, Ivan Illich o André Gorz—, ya he señalado que lo cierto es que aquélla se perfiló, allá por el cambio de milenio, de forma en los hechos simultánea en Francia y en Italia. Aunque la mayoría de las teorizaciones decrecentistas han seguido llegando de esos dos países, no parece que ni Francia ni Italia hayan destacado en particular en el despliegue de las prácticas correspondientes. Entre tanto, y no sin paradoja, pareciera como si en el mundo anglosajón faltasen las teorizaciones mientras, en cambio, se ha progresado en la aplicación de algunos de los elementos de la perspectiva del decrecimiento. Baste con recordar al respecto, una vez más, el ascendiente del movimiento de las Transition Towns, las ciudades en transición. En él se han dado cita varios
centenares de ciudades estadounidenses, canadienses, irlandesas, inglesas, australianas y neozelandesas que en esencia han procurado la aplicación de dos criterios fundamentales: estimular la economía local y reducir las dependencias energéticas. Aunque, hablando en propiedad, y por sí solos, esos dos objetivos no son sino una parte de la propuesta decrecentista, no cabe duda de que configuran elementos importantes de esta última. En realidad —y vuelvo a una cuestión anterior— no se trata de que en el mundo anglosajón
falten las teorizaciones de corte decrecentista: lo que falta es un elemento unificador de esas teorizaciones como el que aportan la palabra decrecimiento y sus réplicas en las diferentes lenguas románicas (décroissance, decrescita, decreixement o decrescimento).
Por lo que al Estado español se refiere, las primeras manifestaciones de laperspectiva decrecentista llegaron de la mano, ante todo, de la traducción de algunas de las obras de Serge Latouche. Esas manifestaciones medio se solaparon con el estallido de la crisis financiera internacional de 2007-2008, sin que los expertos se hayan puesto de acuerdo en lo que hace a si semejante solapamiento favoreció o, por el contrario, obstaculizó la expansión de la propuesta. Si los partidarios de la primera opción subrayaron la singularidad y originalidad de la percepción decrecentista de la crisis y del futuro, los segundos pusieron empeño en señalar la dificultad de sacar adelante una defensa de fórmulas de austeridad consecuente con el escenario de la crisis. No se olvide al respecto de esto último que nuestros gobernantes robaron esa palabra, austeridad, de contenido visiblemente respetable y compartible, para
ocultar lo que en los hechos eran políticas de recorte del gasto social.
4. Una visión de los hechos relativamente extendida sugiere que de un tiempo a esta parte han ido ganando terreno las prácticas decrecentistas de corte libertario, vinculadas expresamente con la autogestión, con la democracia directa y con el apoyo mutuo antes mencionados. Carezco de elementos de juicio para valorar si ello es así. Me limitaré a señalar que parece existir una sintonía cierta entre las herramientas que maneja la propuesta libertaria y las
que nacen del decrecimiento. Esto al margen, una y otra perspectiva tienen por definición un carácter no cortoplacista, circunstancia que, de nuevo, propicia la aproximación y, en su caso, la fusión.
Importa subrayar, aun con todo, el relieve de otro fenómeno que acaso está ganando terreno. Me refiero al progresivo alejamiento entre muchos movimientos, y activistas de base, por un lado, y el estamento académico y de investigación vinculado con el decrecimiento, por el otro. En este orden de cosas, unas semanas antes de la redacción de estas líneas vio la luz una carta abierta suscrita por varias docenas de profesores e investigadores que, muy alejados de cualquier horizonte libertario o libertarizante, demandaban unas u otras actitudes de las instituciones europeas y reclamaban de los Estados miembros de la UE la creación de ministerios por la transición ecológica. No parece que sea ésa la perspectiva que abrazan, sin embargo, muchos de los movimientos y activistas de base recién invocados.

5. Aunque, tal y como lo he sugerido, hay herramientas importantes que, comunes, explicarían la sintonía entre el decrecimiento y el mundo libertario, no conviene desdeñar el influjo de otro factor. Me refiero al hecho de que, de arriba, de las instituciones, no llegan precisamente buenas noticias en lo que respecta a la manifestación de una conciencia clara en lo que atañe a las demandas planteadas desde la perspectiva del decrecimiento.
Y no estoy pensando ahora en las instituciones como tales, sino, antes bien, en las fuerzas políticas de izquierda que en ellas han decidido instalarse.
Bastará con que recuerde al respecto que no hace mucho se difundió un manifiesto, el titulado “Última llamada”, que retrataba de manera fidedigna el lugar al que hemos llegado y el escenario de colapso que se prepara al amparo de la sinrazón de este momento. Ese manifiesto fue llamativamente suscrito por algunos de los principales líderes de los partidos de la izquierda española. No consta, sin embargo, que, con posterioridad, esas personas hayan mostrado ningún compromiso con la causa que entonces dijeron defender. Pablo Iglesias
designó a dos economistas de corte tradicionalmente socialdemócrata para ultimar el programa económico de Podemos. Alberto Garzón sigue gestionando en Izquierda Unida una propuesta aberrantemente productivista y desarrollista.
Y, por dejarlo ahí, Juan Carlos Monedero nos recuerda que el decrecimiento no da votos.
Mucho me temo que en estas condiciones estoy obligado a hilvanar dos conclusiones. La primera me recuerda que las fuerzas políticas que acabo de invocar, y algunas más, plantean discusiones interesantes en lo que hace a la condición del régimen que padecemos, pero poco o nada nos dicen sobre la naturaleza del sistema que se encuentra por detrás. Cuando hablo del régimen estoy pensando en el bipartidismo, en la corrupción o en la propia disputa relativa a la república y a la monarquía. Cuando me refiero, en cambio, al sistema, lo que tengo en mente es todo aquello de lo que, significativamente, no hablan, con su lamentable cortoplacismo, los tertulianos de radios y televisiones: el capitalismo, el trabajo asalariado, la mercancía, la explotación, la alienación, la sociedad patriarcal, las guerras imperiales, la crisis ecológica, el colapso… La segunda de las conclusiones me obliga a subrayar que no conozco ningún ejemplo consistente y prolongado que ilustre cómo desde las instituciones se ha apoyado el asentamiento de espacios autónomos autogestionados como los que unas líneas más adelante procederé a defender.
Sí los conozco, en cambio, y muchos, de cómo iniciativas que tenían una vocación rompedora se han diluido en la nada de esas instituciones.

6. Tiene su relieve el hecho de que muchos de los conceptos que emplea la perspectiva del decrecimiento exhiben una dimensión generacional que obliga a concluir que, de resultas, adquieren significados eventualmente diferentes. Me parece evidente, por ejemplo, que los conceptos de sobriedad y sencillez voluntaria muestran significados distintos a los ojos de alguien que nació en 1930, de alguien que lo hizo en 1970 o de alguien que tiene hoy veinte años de edad.
Permítaseme que rescate un par de ejemplos que reflejan lo que quiero decir. El primero nos habla de una figura que ha desaparecido en nuestros trenes: la de un anciano, o una anciana, que procedía a comer en el tren y que, al efecto, sacaba un bocadillo y una pieza de fruta. El arrobo con que manoseaban y con que contemplaban esos alimentos sólo podía explicarse
porque en algún momento de su vida les habían faltado. Quienes nacimos después tenemos una relación mucho más fría con los alimentos. Parece como si diésemos por descontado que están ahí, a nuestra disposición, de tal suerte que nada hay que hacer para conseguirlos. Y que no hay motivo alguno para preguntarse por cómo han llegado hasta nosotros. Creo que la actitud de eseanciano, o de esa anciana, es, visiblemente, más serena y más lúcida que la nuestra.
Voy a por un segundo ejemplo que, de sentido contrario, me retrotrae a mi actividad académica de los últimos años. El despliegue del llamado plan de Bolonia en las universidades se ha materializado, en una de sus dimensiones principales, en el desarrollo de un sinfín de seminarios que, en lo que a mí serefiere, decidí dedicar a la organización de debates con los alumnos. En el transcurso de esos debates me sorprendió, y no precisamente de forma
agradable, el eco que sobre la cabeza de la mayoría de esos alumnos tiene la idea de que las sociedades sólo progresan en virtud de una apuesta inocultada en provecho de la competición, del codazo más descarnado. Y obligado estoy a admitir que desmantelar esa percepción, que innegablemente no sale de la nada, es tarea ardua. No me quedaba otra opción que, generacionalmente, recordar —supongo que con rendimiento muy liviano— que hay otra
dimensión en la vida de la especie humana: la que invoca el peso de la solidaridad y de la cooperación.

7. Cerca de la perspectiva del decrecimiento hay otros muchos movimientos que comparten, en un grado u otro, sus fundamentos. No parece de más que mencione, a guisa de ejemplo, el ascendiente de los ya invocados movimientos por la lentitud. El más connotado de ellos es, sin duda, el vinculado con la slow food, con la comida lenta. Sabido es que esa iniciativa reivindica que dediquemos más tiempo al acto de comer, que recuperemos la dimensión social y de comunicación que acompañó a ese acto en el pasado y que hagamos por saber cuál es el origen, y cuáles son, en su caso, las bondades, de los alimentos que ingerimos. Para decir toda la verdad, no estará de más que recuerde que, como a menudo sucede, algunas de las manifestaciones del movimiento por la comida lenta han sido usurpadas por la lógica del sistema. Años atrás me topé con un folleto de slow food Bilbao que, con toda evidencia, había sido promocionado por algunos de los restaurantes más caros de la capital vasca.
Ofrecían comida lenta a quienes de siempre, o casi siempre, han comido lentamente: los ricos. No parece que sea ésa, claro, la perspectiva de un movimiento que en su definición inicial, rotunda, tiene una dimensión social e igualitaria.
El relativo a la comida no es el único movimiento que reivindica la lentitud.
Hay, sin ir más lejos, un muy sugerente movimiento que reclama una educación lenta y que, así las cosas, promueve una educación que se aleje de los ritmos hiperproductivistas, de la obsesión de cumplir puntillosamente un programa, que hoy impregna todas las actividades regladas. Pero hay también un movimiento por un periodismo lento que reivindica —sospecho que con éxito limitado— un radical alejamiento de las prisas y de las urgencias que
marcan indeleblemente la actividad correspondiente.
8. Al principio de este texto he invocado la palabra colapso. Entenderé por tal un golpe muy fuerte que trastoca muchas relaciones, la irreversibilidad del proceso consiguiente, profundas alteraciones en lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, reducciones significativas en el tamaño de la población, una general pérdida de complejidad en todos los
ámbitos, acompañada de una creciente fragmentación y de un retroceso de los flujos centralizadores, la desaparición de las instituciones previamente existentes y, en fin, la quiebra de las ideologías legitimadoras, y de muchos de los mecanismos de comunicación, del orden antecesor. Cierto es que sobre el concepto que me ocupa pende una discusión importante: la de si estamos hablando de una posible realidad futura o debemos hacerlo, por el contrario, de
un fenómeno infelizmente presente, ahora mismo, para muchos seres humanos.
Me limitaré a señalar al respecto que se antoja difícil explicar qué es el colapso a una niña nacida en la franja de Gaza…
Dos son las causas mayores que permiten augurar un colapso general del sistema: el cambio climático —con sus conocidas secuelas: incremento general de las temperaturas, subida del nivel del mar, progresivo deshielo de los polos, desaparición de muchas especies, desertización, deforestación, problemas en el despliegue de la agricultura y la ganadería—, por un lado, y el agotamiento de todas las materias primas energéticas que hoy empleamos, por el otro. No parece haber sustitutos para éstas ni en el corto ni en el medio plazo, y aquellos que pueden imaginarse reclaman de transformaciones onerosísimas que invitan a concluir que también en este terreno llegaremos tarde. Cierto es que junto a estos dos factores mayores hay otros que, de relieve aparentemente menor, podrían oficiar, sin embargo, como elementos multiplicadores de las tensiones.
Estoy pensando, al amparo de una enunciación telegráfica, en la crisis demográfica, en una delicadísima situación social previsiblemente acompañada de una extensión del hambre y de problemas graves de acceso al agua en numerosas regiones, en la expansión de muchas enfermedades, en un entorno cada vez más invivible para las mujeres —aportan el 70 por ciento de los pobres y un 78 por ciento de los analfabetos—, en el efecto multiplicador de
las crisis financieras —en forma de inestabilidad, pérdida de confianza e incertidumbre—, en la proliferación de violencias varias —entre las cuales a buen seguro destacará la que asumirá, asume ya, la forma de genuinas guerras de rapiña asestadas por las grandes potencias en busca de las materias primas que les faltan— o, en suma, en los efectos negativos que se derivan de la idolatría que merecen la tecnología y el propio crecimiento económico.
Aunque responder a la pregunta correspondiente exige dosis de especulación evidentes, tiene sentido hurgar en la condición previsible de la sociedad poscolapsista. Uno de sus rasgos principales será, a buen seguro, la escasez de energía, que presumiblemente dará al traste con la civilización del automóvil y con el comercio mundial tal y como hoy lo conocemos, al amparo
de un proceso de genuina desglobalización. Otro lo aportará el hecho de que el colapso bien puede ser un golpe muy fuerte para muchas de las estructuras de poder y dominación, castigadas en virtud de su dependencia con respecto a tecnologías y energías de difícil disposición. En este orden de cosas es sencillo que quiebren los distintos monopolios que acompañan al Estado: el de la fuerza, el de la elaboración de las leyes, el de los servicios públicos, el de la regulación del dinero o, incluso, el de la recaudación de impuestos. La trama
económica se verá indeleblemente marcada por la reducción del crecimiento, el cierre masivo de empresas, un desempleo generalizado, la desintegración de los ya de por sí maltrechos Estados del bienestar y la subida de los precios de los productos básicos. En ausencia de crecimiento, lo suyo es que se produzca una crisis sin fondo del sistema financiero a la que se sumarán problemas sociales muy agudos. Aunque el golpe será, sin duda, más fuerte en las
ciudades, sus efectos se harán valer también en el mundo rural, en donde se harán sentir las secuelas de la mala gestión de los suelos, del monocultivo, de la mecanización y de la mercantilización. Se verificará, en fin, una reducción general de la población, en el buen entendido de que lo previsible es que esa reducción se ajuste a patrones diferentes según unas u otras regiones.
9. La respuesta ante el riesgo, y ante la realidad, del colapso bien puede organizarse en torno a seis verbos: decrecer, rerruralizar, destecnologizar, despatriarcalizar, descomplejizar y descolonizar nuestras sociedades.
Esquivaré ahora el primero de esos verbos, que da sentido general a este libro.
El segundo, rerruralizar, recuerda que muchas de las ciudades han escapado visiblemente de nuestras manos, de tal manera que se impone recuperar un sinfín de elementos de sabiduría popular, y un sinfín de prácticas cotidianas, característicos del medio rural. Las cosas como fueren, quienes son moderadamente conscientes del riesgo de un colapso general del sistema saben que una de las pocas respuestas eficientes de las que disponemos al respecto es la que pasa por recuperar la vida rural que acabo de mencionar.
Admitiré de buen grado que el tercer verbo, destecnologizar, incorpora cierta dimensión provocadora. Si tengo que enunciar el argumento de manera más mesurada, diré que creo que estamos en la obligación de analizar críticamente cuál es la condición de las tecnologías que el sistema nos regala, no vaya a ser que no exhiban esa naturaleza liberadora y emancipadora que a menudo les atribuimos, o no vaya a ser que no resulten tan neutras como parecen.
Por lo que se refiere al cuarto de los verbos, despatriarcalizar, lo suyo es que recuerde que los espacios autónomos que reivindicaré enseguida han progresado, y a menudo notablemente, en materia de autogestión y desmercantilización, para conservar, sin embargo, e infelizmente, muchos de los rasgos propios de la sociedad patriarcal. Creo que, a la luz de datos como
los que mencioné antes en lo que atañe a la presencia de la pobreza y del analfabetismo entre las mujeres en todo el planeta —agregaré ahora que según una estimación éstas realizan el 67 por ciento del trabajo para recibir un escueto 10 por ciento de la renta—, está servida la conclusión de que se equivocan quienes piensan que se halla en afortunado proceso de resolución la atávica marginación, simbólica y material, que padecen la mayoría de aquéllas.
El quinto verbo invoca la necesidad de descomplejizar nuestras sociedades.
Hemos aceptado sociedades cada vez más complejas, con un correlato delicado: cada vez somos más dependientes, cada vez somos menos independientes. En virtud de una excelsa paradoja, muchos de los desheredados de los países del Sur se encuentran mejor preparados que nosotros para afrontar el colapso que se avecina: residen en pequeñas comunidades, han mantenido una vida social mucho más rica que la nuestra, han preservado una relación mucho más fluida con el medio natural y son, al cabo, mucho más independientes que nosotros. Si queremos recuperar independencia, inevitablemente tendremos que apostar por sociedades menos complejas.
He hablado, en suma, de la urgencia de descolonizar mentes y realidades.
En el Norte rico tenemos que dejar atrás la pretensión de disponer de una civilización superior que debe ser impuesta a los demás y, con ella, debemos prescindir de los numerosos códigos eurocéntricos que nos acompañan. Lo anterior reclama reflexionar críticamente sobre la historia pasada y subrayar al respecto el vigor de las muy numerosas comunidades indígenas que desde tiempo inmemorial, y en los cinco continentes, han desplegado prácticas de apoyo mutuo y autogestión. Y exige también restituir lo robado, garantizar el derecho de autodeterminación de los afectados y, en muchos ámbitos, aprender de ellos.
10. En los circuitos alternativos la perspectiva del colapso provoca —algo de esto ya lo he señalado— dos reacciones diferentes. La primera es crudamente realista y nos dice que no nos queda más remedio que aguardar a que llegue el momento del colapso en cuestión. Éste —se agrega— permitirá que muchas personas tomen nota de la sinrazón de sus vidas y de sus deberes para el futuro.
Semejante respuesta arrastra, claro, sus problemas. Si, por un lado, exhibe cierto carácter desmovilizador, por el otro parece ignorar que el colapso se traducirá, por definición, en una reducción dramática de nuestra capacidad para encarar problemas ingentes.
La segunda respuesta sugiere que la mayor prioridad del momento debe consistir en salir con urgencia del capitalismo, y que lo que al respecto hoy está a nuestro alcance es abrir —lo diré una vez más— espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá, despatriarcalizados. Importa subrayar que esos espacios existen ya. Estoy pensando en lo que significan los grupos de consumo, muchas de las ecoaldeas, las cooperativas integrales,
algunas de las formas de banca ética y social que han ido germinando o, por dejarlo ahí, las iniciativas que han permitido que los trabajadores se hagan, en régimen autogestionario-cooperativo, con el control de muchas empresas que se hallaban al borde del cierre. Es importante, eso sí, que todos estos proyectos hagan un esfuerzo para federarse y que acrecienten su dimensión de confrontación con el capital y con el Estado. Pervive, aun con ello, una discusión relativa a para qué van a servir los espacios de los que hablo.
Mientras unos responden que su cometido fundamental seguirá siendo pelear para evitar el colapso, otros entienden, en cambio, que su sentido mayor será el de configurar escuelas que nos permitan afrontar los retos de la sociedad poscolapsista.
11. No es cierto que el capitalismo carezca de respuesta ante el colapso.
Ocurre, eso sí, que la que probablemente se halla en ciernes es, en sí misma, una forma de colapso. Me refiero a lo que empieza a llamarse ecofascismo. Ya sé que el término resulta moderadamente sorprendente, toda vez que estamos acostumbrados a concluir que el prefijo eco- acompaña siempre a realidades saludables o, al menos, neutras. Bueno será que recuerde, sin embargo, que en el Partido Alemán Nacional Socialista, el partido de Hitler, operó un activo
grupo de presión de carácter eventualmente ecologista, empeñado en defender la vuelta al mundo rural, en criticar las consecuencias negativas de la urbanización y de la industrialización, y, llegado el caso, en postular el despliegue de prácticas vegetarianas.
En el núcleo de la propuesta ecofascista está, a tono con las tesis de Amery que he manejado en su momento, la idea de que en el planeta sobra gente. De resultas, se trataría de marginar a quienes sobran —esto ya lo hacen—, en la versión más moderada, o de exterminarlos directamente, en la más dura.
Conviene que subraye, aun así, que el escenario que prepara el ecofascismo no parece ajustarse a la metáfora de una tercera guerra mundial, sino, antes bien, al de un horizonte neofeudal en el que los restos del viejo orden —ya sugerí que, previsiblemente, debilitados— se enfrentarían a un sinfín de iniciativas de muy diverso corte, con resultado incierto.
12. Extraigo tres grandes conclusiones de lo que he intentado relatar en este epílogo. La primera me invita a señalar, con todas las cautelas que procedan, que nuestras posibilidades de esquivar el colapso se van reduciendo dramáticamente. Acaso lo que hoy está a nuestro alcance es postergar un poco aquél y mitigar un tanto sus consecuencias más negativas. Ni el cambio climático parece frenable ni estamos en condiciones de cancelar el progresivo
agotamiento de las materias primas energéticas.
La segunda obliga a subrayar las enormes dificultades que se presentan a la hora de dar crédito a la idea de que la respuesta ante todos estos problemas debe llegar de las instituciones. En la abrumadora mayoría de los casos éstas se hallan manifiestamente sometidas a los intereses de poderosas corporaciones económico-financieras, apuestan, en el mejor de los escenarios, por un capitalismo verde que concibe la ecología como un negocio y despliegan fórmulas de un cortoplacismo aberrante. Cuando esto último no es así, su
apuesta se acerca a menudo a lo que unas líneas más arriba he descrito como
ecofascismo.
Agregaré, en suma, que el sistema que padecemos muestra una ingente habilidad: la de conseguir que no hagamos las preguntas importantes. Se nos dice una y otra vez, por ejemplo, que tenemos que buscar nuevas fuentes de energía que nos permitan conservar, y en su caso acrecentar, lo que hemos alcanzado, sin ofrecernos la oportunidad de discutir lo principal: ¿realmente nos interesa preservar eso que hemos obtenido o, por el contrario, bien podríamos prescindir, con muchas ventajas, de muchos de sus elementos?
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