Unabomber y el futuro de la sociedad industrial
David Watson
(ensayo escrito en 1996, extraído del libro
«En el camino a ninguna parte. Civilización, tecnología y barbarie» (2018) )
Ahora que sus quince minutos de fama están a punto de llegar a su fin, quizá sea el momento de preguntarnos por el ambiguo papel que ha jugado Unabomber dentro del sistema megatécnico que pretendía derribar[1].
Sin duda, Unabomber ha tocado una fibra sensible de nuestra cultura, y no ha tardado en convertirse en una especie de nocivo héroe popular. Si bien muchos consideraron que sus métodos eran demenciales, muchos de los motivos que lo movían fueron acogidos con cierto grado de simpatía. Quizá, sobre todo, entre personas que han sufrido físicamente los efectos de la industrialización, o que han visto desaparecer sus medios de vida por la automatización, o que han sido forzadas a soportar una rutina cada vez más opresiva e informatizada, o que han presenciado cómo un lugar amado era arrasado en nombre del progreso, o que simplemente han sentido el peso aplastante de un mundo lleno de ruidos, máquinas y tristes oficinas.
Algunas personas ―muchas de ellas poco más que meras espectadoras― daban la razón en secreto a Unabomber, aunque mostrasen una lógica compasión por sus víctimas. Tal vez albergaban la esperanza de que, en el futuro, tuviese más tino a la hora de alcanzar sus objetivos, mientras pulía los argumentos contenidos en su célebre Manifiesto (aunque pocas personas leyeron más que extractos del mismo en la prensa, quienes sí lo leyeron íntegro, irónicamente, muy probablemente lo obtuvieron a través de Internet). En verdad, si Unabomber tenía la intención de atacar directamente a los responsables de las políticas de la Megamáquina, sus objetivos fueron muy poco acertados. Pero en la cultura popular de la Norteamérica posmoderna, Unabomber parecía representar una esperanza para los tecnófobos; hizo las veces de un movimiento de masas que en realidad no existe, aunque pocos de sus secretos admiradores lo tuviesen en cuenta. De ese modo, se convirtió en parte del espectáculo mediático: un oscuro Robin Hood que metió el miedo en el cuerpo a unos soberbios tecnocratillas, al tiempo que se burlaba de la policía.
Aunque el humor a menudo puede ser subversivo, había también un inequívoco elemento de cinismo (y por tanto de resignación) en la respuesta humorística que causó Unabomber. No sólo es que la vida valga muy poco, como suele decirse (tan pronto como se estrella un avión comienzan a hacerse chistes al respecto), sino que cuando los medios de comunicación recogen cualquier mensaje el sentido del mismo se ve totalmente adulterado. Y, en el caso de Unabomber, su propia hipótesis —audaz, aunque no muy original, según la cual la acción revolucionaria genera consecuencias imprevisibles— tuvo finalmente un giro irónico: su imagen acabó en los parachoques de los coches en forma de pegatinas (del tipo: «A mí no me culpes, yo he votado a Unabomber»), camisetas (una que se vendía en California mostraba el famoso retrato del sospechoso con las palabras «Hay una carta para ti…»), y el personaje acabó convertido en protagonista de programas de humor de la tele y la radio.
Unabomber también acabó convertido en una atracción en internet. Una gran cantidad de páginas le rindieron tributo, incluyendo un espacio en Pathfinder, del gigante multimedia Time Warner, donde se podía jugar al «Encuentra a Unabomber», y en el que se lanzaba a sus visitantes la siguiente pregunta: «¿Hay un pequeño Unabomber en cada uno de nosotros?». Metroactive, una página que aloja tres semanarios del norte de California, se mofaba del retrato que había difundido el FBI del sospechoso, y ofrecía uno más moderno y elegante con la siguiente descripción: «Este anarco-terrorista es pura dinamita, con sus gafas de sol Giorgo Armani, 140$; traje negro a rayas, 1.550$; camisa de pana blanca, 395$; corbata de seda negra de Hugo Boss, 125$. Peinado por André». Un estudiante, en una de las discusiones sobre Unabomber que tuvieron lugar en la red, dijo: «La gente no se ha vuelto fan de Unabomber, pero sí está impresionada[2]».
Otro fenómeno recurrente que se desató entonces fue el «Señala al Unabomber». Seguramente yo no haya sido el único en sufrir esta experiencia: que mis compañeros de trabajo me acusasen de ser Unabomber dadas mis posiciones abiertamente ludditas. Probablemente nunca sabré si de verdad alguien me consideró sospechoso, pero da que pensar que el grupo de trabajo Unabom del FBI recibiese al menos 20.000 llamadas ofreciendo alguna pista antes de arrestar a Kaczynski. Si bien existía la suficiente tecnofobia flotando en el ambiente como para provocar una silenciosa y humorística simpatía con Unabomber, la atmósfera generalizada de sospecha mutua, y de complicidad con los servicios secretos del Estado, reveló un aspecto bastante diferente del carácter del pueblo americano.
Entra en escena Ted Kaczynski
Utilizando el rostro de Ted Kaczynski, los medios de comunicación bombardearon a la opinión pública con imágenes del «genio loco», sucio y despeinado, de mirada extraviada y portadora de un enigma inaccesible y feroz. Pero deberíamos contrastar esa imagen con otro retrato que adornaba las portadas de revistas y libros de los escaparates en aquellos días: ojos francos, carácter impasible, cuidado y pulcro, una presencia a la vez reconfortante y con carisma. Un líder militar retirado, exjefe del Estado Mayor, que provocaba la admiración general de la ciudadanía y representaba una alternativa al cenagal de la política nacional: Colin Powell. Mientras que el brillante «inadaptado» Theodore Kaczynski —si es que él es Unabomber— sólo logró, durante un largo periodo de tiempo, matar a tres personas y herir a otras veintitrés, Colin Powell, persona poco brillante pero indudablemente competente y mejor adaptada, dirigió, en sólo unas cuantas semanas, la muerte de varios cientos de miles de soldados y civiles iraquís. La guerra de Powell —contra la infraestructura civil y tecnológica del país enemigo— continúa hoy en día dando pruebas de su eficacia, condenando a sus víctimas a una lenta muerte causada por la malnutrición y las enfermedades[3].
Mientras la prensa vilipendiaba a Kaczynski y lo metían en una celda de por vida, el proyecto mortal de Powell era ensalzado como parte de las medidas razonables de una política civilizada. Por su ilustre carrera al servicio de la muerte y la destrucción, Powell fue recompensado con desfiles en su honor, medallas, una suculenta pensión, giras para promocionar su libro y ofertas para postularse a un cargo público.
De inmediato se plantea aquí la cuestión: «¿Quién está cuerdo y quién está loco?». Una pregunta que se hará todo aquel que no se trague las pesadillas distópicas cocinadas a diario en los laboratorios del capitalismo industrial, sus «think tanks» y sus salas de juntas. Porque, comparado con Bush, Schwartzkopf y Powell y sus arsenales de bombas «idiotas» e «inteligentes», el daño causado por Unabomber fue casi insignificante[4]. Comparemos, de igual modo, la «irracionalidad» del terrorista solitario y la «racionalidad» del —en teoría— reputado matemático Claude Shannon, citado en el Manifiesto: «Veo avecinarse un tiempo en el que seremos para los robots lo mismo que los perros son ahora para los humanos, y yo estoy de parte de los robots». Estos panegíricos, que celebran la reducción de la humanidad a una «servoproteína» y la transformación de la naturaleza en un subproducto de laboratorio, son banalidades a las que ya estamos acostumbrados. Pero que dichas banalidades legitimen la posible extinción de los seres humanos como organismos vivos, y la actual e inédita aniquilación física de gran parte del mundo natural en el que la humanidad ha evolucionado, podría ser motivo suficiente para tomar medidas desesperadas.
Aunque sea pertinente, la pregunta sobre «quién está cuerdo» está mal planteada, porque incluso los tecnócratas más perspicaces han advertido la profunda ambivalencia de Unabomber. La experta en cibernética y en inversiones de riesgo Esther Dyson comentaba, por ejemplo, que estaba «fascinada por Unabomber […] en primer lugar, está como una cabra. En segundo lugar, plantea preguntas pertinentes […][5]». En efecto, no son necesarias muchas pruebas para demostrar que alguien que dedica casi dos décadas a enviar por correo bombas meticulosamente construidas es una especie de lunático. El texto, por su parte, que ha llevado el concepto contracultural de «autopublicación» hasta extremos inéditos, es una curiosa mezcla de intuición, delirio y erudición agotadora. Su descripción de las numerosas enfermedades resultantes de la incapacidad humana para adaptarse al entorno artificial moderno —entre ellas la depresión, la ansiedad, el suicidio, y «la patológica, incluso homicida, alienación […] [que es el] sello distintivo de nuestros tiempos»— nos recuerda al propio Unabomber. Como señaló Robert Wright, «Unabomber es la prueba de cargo de sus propios argumentos[6]».
Quizá sea cierto que todos tenemos un poco de Unabomber, como han señalado diversos mass media con bastante sagacidad. Pero a juzgar por el patrón seguido por las bombas y el texto, resulta evidente que Unabomber comparte con la sociedad moderna no sólo su sentimiento de frustración de cariz luddita, sentimiento bastante comprensible, sino también ese odio rudimentario tan extendido en la actual psicología de masas, que se pone de manifiesto en todo tipo de respuestas, desde una retirada pasiva hasta irrumpir disparando en el patio de un colegio. A pesar de lo estúpido de la idea expresada en un panfleto anarquista que elogiaba a Unabomber de que «se trata de dar rienda suelta a tu odio…», mucha gente es consciente de que muy a menudo ese odio forma parte del problema[7].
En nuestra época, hay muchísima gente que presenta una mezcla de odio larvado y grandes conocimientos técnicos; personas que suelen ser más proclives a hacer estallar a sus compañeros de trabajo junto al jefe, o a asesinar a sus exmujeres. Este odio, por lo general ciego a los matices y a la ambivalencia, puede ser la forja de un Unabomber, quizá, pero difícilmente la de un auténtico revolucionario que —si se me permite citar, aun a riesgo de parecer ridículo, a uno de mis héroes de la infancia— está «guiado por grandes sentimientos de amor». Dejando a un lado el legítimo apremio que sentía, la empresa terrorista de Unabomber no fue tanto una respuesta razonada a un mundo que se ha vuelto loco como un peligro más entre la miríada de los que tenemos que sortear a diario quienes vivimos en la sociedad de masas, rehenes no sólo del asesinato y la violencia que despliegan las poderosas instituciones que regulan esta civilización patológica, sino también de los actos de venganza llevados a cabo por sus víctimas anónimas.
No obstante, Unabomber tiene entusiastas defensores: existe un «club de fans» en la Costa Oeste no del todo irónico (aunque en el radicalismo posmoderno la ironía y la seriedad tienden a confundirse); anarquistas ecologistas en Inglaterra (sin un ápice de ironía en este caso); y un panfleto anónimo que mostraba una reproducción a color de Kaczynski con una leyenda escrita en el estilo de las cartas de rescate, con letras recortadas, donde se leía: «Sé como Ted». En Berkeley, California, un anarquista punk le dijo a un redactor del San Francisco Chronicle: «Todos pensamos que es fantástico… Entiendo perfectamente sus razones. Todo el mundo se lo toma a risa, pero en el fondo tienen la esperanza de que algo estalle en Berkeley y poder verlo. Yo espero que comiencen a estampar camisetas que digan “I Love Unabomber”, sería divertido[8]».
En una entrevista en el New York Times, donde se lo describía como un «prominente anarquista» y «gurú para toda clase de izquierdistas antitecnológicos», John Zerzan juzgaba el texto de «Freedom Club» como una «concienzuda crítica». En el panfleto citado más arriba, también ensalzaba la «visión profundamente radical» de un «retorno a la “naturaleza salvaje” a través de la “destrucción total y definitiva de la moderna sociedad industrial”», y en otro elogiaba «la crítica tanto en actos como en palabras» de Unabomber. «Veo en los ojos de Ted Kaczynski un sufrimiento que refleja lo que hemos perdido», escribió Zerzan. «La Megamáquina no ha acabado con toda resistencia […] por lo menos podemos ver el coraje y el honor de alguien que no aceptó esta sociedad fraudulenta, que combatió este mundo feliz con la pluma y la espada». Pero los ojos de otro a veces nos revelan lo que ya estamos predispuestos a encontrar en ellos. Y leyendo a Zerzan, uno casi se olvida de lo desconocidas que eran la mayor parte de las víctimas de Unabomber[9].
Es cierto que Zerzan no apoya incondicionalmente ni el Manifiesto ni los métodos de Unabomber. Por ejemplo, defiende que hay que eliminar algo más que el industrialismo para alcanzar la libertad, y considera las cartas-bomba como un método «demasiado arbitrario», y sus posibles «daños colaterales [término militar que comenzó a utilizarse durante la Guerra del Golfo Pérsico] injustificables[10]». De acuerdo con Zerzan, «la traición» sufrida por Kaczynski «a manos de su hermano, nos recuerda que el pacifismo, con su cobardía tan pagada de sí misma, es siempre, en lo fundamental, una defensa del orden existente». Pero la vida es más compleja que las frases sentenciosas de los panfletos. Existe más de una forma de cobardía, del mismo modo que existe más de una forma de coraje y de honor. Si podemos compartir algunos de los fines de Unabomber sin apoyar sus medios, parece justo conceder la misma consideración a su hermano David, que actuó, precisamente, pensando que «los daños colaterales eran injustificables[11]».
David Kaczynski, quien probablemente lo conozca mejor que nadie, llegó a la conclusión de que su hermano mayor Ted era Unabomber (y por lo tanto él mismo tenía cierta responsabilidad al haber financiado, sin quererlo, algunos de sus atentados cuando, en ocasiones, le prestó dinero). A juzgar por sus palabras, el más joven de los Kaczynski pensaba que su hermano Ted estaba guiado por algo más que por los grandes principios y el heroísmo, y declaró en el Times: «Según lo veo ahora, la verdad es que desde hacía tiempo Ted era una persona algo desequilibrada, y esto se ha acentuado cada vez más[12]». En realidad, si su hermano es Unabomber, el deseo de publicar su Manifiesto y dejar de matar podría significar precisamente que Ted ahora mismo es una persona menos desequilibrada, y no más. (Curiosamente, su queja, expresada en un comunicado, sobre el aburrimiento que supone preparar bombas y probarlas, sugiere que incluso la intransigencia criminal en nombre de la revolución puede resultar una rutina opresiva)[13]. Que Unabomber pueda reconsiderar sus propias acciones, e intente elaborar una crítica más coherente sobre los descontentos de la sociedad moderna, ofrece cierta esperanza en torno a la posibilidad de que otros, aparentemente incapaces, también puedan hacerlo.
Entran en escena los neoludditas
Una forma del «Señala a Unabomber» se dio también, inevitablemente, en los medios de comunicación. Cuando se le mostró el manifiesto a Kevin Kelly, uno de los principales editores de la popular revista Wired, adalid de los «digerati[14]», espetó: «Si no lo conociera bien, diría que suena mucho a Kirkpatrick Sale[15]».
El libro de Sale Rebels Against the Future[16] y sus recientes performances en las que destruye ordenadores (un truco pedagógico que los anarquistas practican desde hace muchos años), le habían valido el rol mediático de portavoz oficial del neoluddismo, en un espectáculo de «tecnonerds vs. neoludditas».
Por su parte, Sale defendía en las páginas de The Nation que los periódicos debían aceptar la oferta de Unabomber de dejar de matar, y publicar el Manifiesto. Su publicación probablemente evitaría más muertes y, según Sale, los editores de los periódicos no debían «preocuparse por el efecto propagandístico» del texto, «dado que es un documento escrito en términos poco expresivos, lleno de jerga académica y psicología barata, repetitivo y mal fundamentado, que más allá de los primeros párrafos sólo logrará mantener la atención de los lectores más esforzados».
«Lo cual», continuaba Sale, «es una lástima», ya que el argumento central de Unabomber —que el industrialismo ha sido un desastre para la especie humana—, es «absolutamente crucial». Los mayores defectos del documento, afirmaba Sale, eran su idea maniquea del cambio político, su falta de una auténtica perspectiva ecológica, y su error al no mencionar y rastrear sus orígenes en «la longeva cepa luddita del pensamiento occidental», o en «los grandes críticos modernos de la tecnología como Lewis Mumford y Jacques Ellul», entre otros[17].
El comentario de Sale al texto de Unabomber, aunque fuera uno de los mejores debates aparecidos en prensa, era al mismo tiempo perspicaz y pedante, y su interpretación del Manifiesto resultaba displicente y en ocasiones inexacta. Su crítica respecto a que «el llamamiento a la naturaleza [es] totalmente utilitario», y a la «pobre compresión de los principios de la ecología» por parte de Unabomber, carecía de matices y prestaba poca atención al texto. Por ejemplo, de acuerdo con Sale, Unabomber «ofrece sólo una mirada superficial ante los múltiples desastres ambientales que produce el sistema por sí mismo y nunca menciona la posibilidad […] de que el castillo de naipes del complejo industrial se derrumbe».
En realidad, después de escribir en el párrafo 5 que su texto no se detendrá en la cuestión de la «degradación medioambiental o en la destrucción de la naturaleza salvaje, aunque la consideramos importantísima», Unabomber retoma varias veces, sin embargo, las catástrofes ecológicas ocasionadas por la tecnología, y expone claramente la posibilidad de que el sistema industrial colapse por sí mismo. Sale parece molesto, sobre todo, porque Unabomber no conozca bien las ideas de la ecología profunda, pero si algo aprueba implícitamente el autor del Manifiesto es «la idea de que la naturaleza salvaje es más importante que el bienestar económico humano», lo que lo situaría cerca de esa corriente, aunque sea en una variante misántropa y catastrofista de ésta[18].
Según Sale, la referencia en el texto a «revistas anarquistas y ecologistas radicales», revela que Unabomber conoce «algo de la actual crítica [tecnológica]», y añade entre paréntesis: «Si tuviese que aventurar cuál ha sido su mayor influencia, diría que ha sido Fifth Estate, una combativa publicación antitecnológica publicada en Detroit durante los últimos treinta años […]». Bien, describir a Unabomber al mismo tiempo como un «profético» e «incoherente» fanático de inteligencia mediocre, censurar su falta de identificación con la «longeva cepa luddita» de la tradición occidental, para después señalar a Fifth Estate (que se sitúa claramente en esa tradición y la cita extensamente) como la influencia más probable de Unabomber, parece una estudiada, aunque indirecta, invectiva. Como lector de Fifth Estate desde hace mucho tiempo, Sale debería saber que ni el lenguaje de Unabomber ni su estrategia reflejan el trabajo de esta revista; que lo que compartimos con él es lo mismo que también comparte Sale: un sentido de la urgencia respecto a la catástro- fe tecnológica y una mirada descreída respecto a las falsas promesas del industrialismo.
Sale no aportaba nada al debate mencionando de forma tan gratuita e injustificada, como si tal cosa, Fifth Estate. Prestarse a tales especulaciones es totalmente irresponsable, e incluso despreciable, con la policía al acecho y con el FBI investigando y acosando a los ecologistas radicales de la Costa Oeste y obteniendo órdenes para acceder a los registros de miembros de organizaciones académicas como la Asociación de Historia de la Ciencia, o a las listas de suscriptores de publicaciones izquierdistas como Critical Sociology. (El manifiesto le fue entregado en mano a Sale por agentes del FBI, muy probablemente como parte de una estrategia de reclutar a periodistas y académicos para analizar el texto en busca de pistas).
De modo que, contrariando el trabajo de detective aficionado de Sale, nosotros no encontramos ninguna evidencia de que Unabomber estuviese en nuestra lista de suscriptores. Tampoco hemos encontrado nada parecido al borrador de su Manifiesto en nuestros archivos de manuscritos rechazados; porque, de haberlo enviado, era demasiado largo, demasiado confuso y estaba demasiado mal escrito como para haberlo publicado. Lamentablemente, si Unabomber, pese a su urgencia, no albergaba esperanzas de ver su texto publicado en una revista antitecnológica como la nuestra, uno puede entender su desesperación. Después de todo, las cuestiones que plantea —la destrucción de la naturaleza salvaje, la dominación tecnológica, la manipulación genética y el colapso ecológico— son apremiantes, a pesar de su elaboración confusa y cualesquiera que sean sus defectos como escritor. Y si necesitamos a un loco para decirnos a su loca manera que nuestro mundo está loco, pues que así sea. A decir verdad, el capitalismo industrial está haciendo añicos el complejo entramado de la vida hasta amenazar con un colapso global, y legiones de funcionarios, como los dos últimos burócratas que Unabomber asesinó, están obteniendo pingües beneficios ayudando a que ese proceso continúe. Por desgracia, aparte de los ataques insignificantes contra unos cuantos lacayos —guardagujas en las vías férreas que conducen al Buchenwald planetario del capital—, y la violencia arbitraria contra algunas secretarias y subalternos, Unabomber acabó haciendo el juego a las mismas fuerzas mediáticas de la cultura de masas a las que se oponía.
«Impresionar a la sociedad con palabras es […] casi imposible para la mayoría de los pequeños grupos y los individuos», escribe. «Tomémonos (a FC) como ejemplo. Si nunca hubiésemos cometido actos violentos y hubiéramos sometido el presente escrito al criterio de un editor, probablemente nunca lo hubiese aceptado. Si lo hubiese publicado, seguramente no hubiese suscitado interés en demasiados lectores, porque es más divertido consumir el entretenimiento que nos ofrecen los medios de comunicación que leer un ensayo serio. Pero incluso si este escrito hubiese tenido muchos lectores, habrían olvidado rápidamente lo leído, dado que sus mentes están inundadas por la cantidad ingente de contenidos a la que les exponen los medios. Para llevar nuestro mensaje al público con alguna posibilidad de causar una impresión duradera, hemos tenido que matar gente».
…
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NOTAS
[1] En este ensayo no se afirma que Theodore Kaczynski sea Unabomber. Aunque haya pruebas que apuntan en esa dirección según lo que conocemos sobre el asunto, Kaczynski se enfrenta a la posibilidad de una condena a muerte, en base a las pruebas recabadas por el FBI, una agencia conocida por ser una de las mayores fábricas de mentiras que se recuerda. Es una figura fascinante, según lo que conocemos de él; pero dados los cargos y sus posibles repercusiones, la más básica decencia nos lleva a intentar que las bombas, el manifiesto y las repercusiones sociales hablen por sí solas. [Esta nota se redactó cuando aún no estaba claro si Ted Kaczynski era Unabomber. (Nota de 2018)]
[2] «Unabomber es una estrella en Internet», New York Times, 6/04/96. Probablemente Time Warner compartió esta información con el fbi, utilizando su página web para atraer a «potenciales terroristas» y simpatizantes hasta la «red» policial. Probablemente la página se creara en parte con ese objetivo en mente.
[3] De acuerdo con los informes de Naciones Unidas, más de medio millón de niños han muerto en Irak desde el final de la Guerra del Golfo como resultado de las sanciones económicas.
[4] En cierto sentido, Unabomber recuerda un poco a Norman Mayer, que fue asesinado en diciembre de 1982 por un grupo de swat, en Washington d.c., después de ocupar el Monumento a Washington y amenazar con volarlo si las superpotencias nucleares no emprendían inmediatamente el desarme. Mayer, que protestaba contra el arsenal más mortífero de la historia, no amenazaba la vida de nadie, sólo la propiedad (el Monumento en este caso), pero aun así fue asesinado (al final, resultó que no tenía ninguna bomba). Véase mi ensayo, publicado bajo el pseudónimo George Bradford, «¿Quién está cuerdo? ¿Quién está loco? Norman Mayer y el misil x», en Fifth Estate, invierno 1982-83.
[5] New York Times Magazine, 7 de Julio de 1996.
[6] Rober Wright, «La evolución de la desesperanza», Time, 28 de agosto de 1995. Por supuesto, no debemos olvidar que la definición de lo sano y lo patológico es una compleja cuestión de poder, representación y consenso. La medicalización de la civilización moderna y el sórdido tratamiento de las diferencias psíquicas es un indicador más de nuestra alienación. Como podemos constatar en otras culturas, muchas conductas que tendemos a considerar como locura pueden tener cabida y representar un papel legítimo dentro del amplio espectro de la expresión y la experiencia humana
[7] Véase John Zerzan, «¿A quién pertenece Unabomber?».
[8] «¿Eres tú Unabomber? ¿O tú? ¿O tú? ¿O tú?», San Francisco Chronicle, 31 de julio de 1995.
[9] Véase también «Un prominente anarquista encuentra en Unabomber un aliado inesperado», New York Times, 1 de mayo de 1996. A pesar de que nadie de Fifth Estate se ofreció a hablar con los medios, eso no invalida automáticamente la decisión de Zerzan de hablar con el Times y muchas radios —a pesar de su bien conocido y explícito rechazo de todo compromiso y su noción de «lo drástico como respuesta más saludable» (Futuro primitivo y otros ensayos). En una carta abierta a los anarquistas, Zerzan respondió a aquellos que le criticaron por hablar con la prensa, cuestionando «la automarginación consciente [que intenta] difundir ideas para cambiar un mundo enfermo al tiempo que desprecia cualquier contacto con ese mismo mundo». Y añadía, «¿Es una manipulación querer romper con nuestro diminuto gueto y relacionarnos con el sufrimiento universal de los seres humanos?». En verdad, en la entrevista con el Times Zerzan sale bien parado: parece humilde, modesto y sensato. Sus razones para hablar con los medios dejan entrever que, por ambiguo y complejo que resulte el problema de dirigirse a los demás a través de los mass media, el espectáculo nunca es completamente hegemónico, y teniendo en cuenta lo terrible de los tiempos que vivimos, quizá tiene sentido intentarlo. La gravedad de nuestra situación no nos permite saber de manera automática cuáles son las medidas desesperadas que debemos tomar. Según parece, incluso la intransigencia a veces requiere de un cierto consenso. La relación entre principios y estrategia no está dada de una vez y para siempre.
[10] Zerzan critica el texto del Unabomber por el énfasis excesivo en el industrialismo; en realidad, defiende, la agricultura es un impedimento mayor y más profundo para la libertad. ¿Debería alguien comenzar a bombardear a los agricultores de soja? ¿No más tofu?
[11] Según la entrevista en el Times, el 26 de abril de 1996, intentó comunicarse con su hermano cuando empezó a sospechar de él, pero éste nunca le contestó.
[12] Véase la extensa cobertura del Times, 26 de mayo de 1996.
[14] El comunicado fue publicado en el New York Times, 26 de abril de 1995. [El fragmento al que se refiere el autor dice: «En cualquier caso nos estamos cansando de fabricar bombas. No es divertido tener que emplear todas tus tardes y fines de semana preparando peligrosas mezclas, montando los mecanismos detonadores con restos de chatarra o buscando en las montañas un lugar lo suficientemente solitario para probar una bomba. Por eso ofrecemos un trato». (N. del T.)]
[14] Mezcla de las voces inglesas digital y literati, con digerati se suele aludir a la élite digital: ejecutivos a lo Bill Gates, científicos computacionales, programadores de Silicon Valley, blogueros y demás colaboracionistas de la High-Tech. (N. del T.) [15] Véase el particularmente petulante y estúpido artículo de Bob Ickes, «¡Muere, ordenador, muere!», en el número de New York del 24 de julio de 1995. Para un insustancial debate entre Sale y Kelly, orientado a favor de Kelly, por supuesto, véase «El retorno de los ludditas», en el número de Wired correspondiente a junio de 1995.
[16] En este libro, Sale ofrece un vívido relato de las revueltas ludditas, junto a una interpretación chapucera y teóricamente deficiente sobre la historia del discurso tecnológico y la reciente aparición de revueltas contra la tecnología en la sociedad de masas.
[17] Kirkpatrick Sale, «El tratado secreto del Unabomber: ¿Hay método en su locura?», The Nation, 25 de septiembre de 1995.
[18] Un cierto catastrofismo primitivista se puede rastrear en algunos militantes de la ecología profunda, tanto anarquistas como no anarquistas. Se expresa, por ejemplo, en la idea de Christopher Manes, recogida en su Green Rage: Radical Environmentalism and the Unmaking of Civilization, de que «el tiempo para hacer la elección entre el mundo natural y el mundo cultural ha llegado», cualquiera que sea el significado de este acertijo. Para una discusión y una crítica del catastrofismo ecológico, véase George Bradford [David Watson], «Return of the Son of Deep Ecology: The Ethics of Permanent Crisis and the Permanent Crisis in Ethics», y «Cheerleaders for the Plague», Fifth Estate, primavera de 1989, Vol. 24, Nº1 (número 331). Una version del primer ensayo apareció más tarde en Against the Mega-machine (Autonomedia, 1997).
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