Louise Michel en Nueva Caledonia

 (traducción: A Planeta)

Con motivo del cumpleaños de Louise Michel y de la actual resistencia anticolonial en Nueva Caledonia, ofrecemos un relato de su tiempo de exilio allí, desde su llegada en noviembre de 1873. Esta historia ilustra cómo los regímenes obligan a sus propios súbditos a servir en proyectos coloniales, así como a los prisioneros que capturan en otros empeños coloniales. También vale la pena señalar que, al igual que Mijaíl Bakunin, Peter Kropotkin y muchos otros anarquistas del siglo XIX, Louise Michel sólo llegó a identificarse formalmente como anarquista después de pasar tiempo con indígenas. Mientras que muchos de sus colegas conservaban nociones eurocéntricas sobre el «progreso» y la «civilización», Louise Michel apoyó incondicionalmente la resistencia indígena al colonialismo francés. Hoy se la recuerda con más cariño que a la mayoría de los colonos franceses de Nueva Caledonia.

Esta obra de no ficción literaria se basa en las memorias de Michel, su libro Légendes et chansons de gestes Canaques, y otras fuentes. Para más información sobre la estancia de Louise Michel en Nueva Caledonia, consulte la lista de lectura que figura a continuación.

Louise Michel en el exilio en Nueva Caledonia.

Louise Michel en Nueva Caledonia

Por fin, su destino se vislumbra en el horizonte. El buque de guerra atraviesa una doble muralla de arrecifes de coral y se acerca a la costa. Las colinas flanquean el puerto como esfinges, interrogándoles en silencio.

Louise Michel lleva cuatro meses enjaulada en este buque prisión. Ella y sus compañeros y compañeras deportadas han atravesado el Atlántico Norte, el Atlántico Sur, el Cabo de Buena Esperanza y el sur del Océano Índico, rodeando finalmente el continente australiano. Están condenadas al exilio en esta colonia-prisión a perpetuidad.


Los hombres son obligados a desembarcar, mientras que las mujeres permanecen en el barco. Las trasladan a otro campo de prisioneros, supuestamente en condiciones menos duras.

Louise Michel y sus compañeras se oponen enérgicamente. ¿No son enemigas del Estado, no menos que los hombres? La propia Louise ha disparado a policías, ha defendido barricadas y ha vestido uniforme masculino en defensa de la Comuna de París.

Durante varios días, las mujeres permanecen en el limbo, retenidas en el barco a la vista de la isla. Al final, el capitán se pone de su parte. Las prisioneras suben a un bote de remos y son conducidas a la misma orilla donde desembarcaron los hombres.


Es la primera vez que Louise pisa tierra firme en más de cien días. Tras el continuo vaivén de la embarcación, la arena parece cabecear y agitarse bajo sus pies.

Los prisioneros se han reunido en la playa para darles la bienvenida. Ya han construido chozas de tierra y hierba. Esta es la colonia penal donde pasarán el resto de sus vidas.


Esa noche, Louise Michel cocina con otros y otras comuneras exiliadas. Conoce a algunos de París. Antes de la Comuna, asistió a una manifestación en el Ayuntamiento con el hombre que organiza la cena en su cabaña recién levantada. Cuando los soldados empezaron a dispararles aquel día, él y Louise fueron de los únicos que devolvieron el fuego. Para Louise, es un milagro que siga vivo.

El cocinero también es un comunero. Intenta asar la cena en un agujero, imitando torpemente a los nativos. Louise y él defendieron juntos una barricada cuando el ejército francés invadió el barrio pobre de la periferia norte de París. Se burla de ella y le cuenta cómo, cuando le ordenaron que descansara de la lucha, él y sus compañeros oyeron música de órgano procedente de la iglesia cercana e irrumpieron en ella para decirle a quienquiera que estuviera tocando el órgano que dejara de atraer el fuego hacia su barricada.

Era Louise la que tocaba el órgano, por supuesto, acompañando las explosiones de las bombas con su propio estribillo macabro.

Un dibujo de Léon Jacque de la barricada en la rue Peyronnet, en el barrio de Neuilly.
Un dibujo de Léon Jacque de la barricada en la rue Peyronnet, en el barrio de Neuilly.

Una fotografía de la rue Peyronnet tras la retirada de la barricada.

Aquí, en el Pacífico Sur, en el punto más alejado de París, los cangrejos luchan entre las frondas coriáceas de las algas varadas. La espuma del mar se acumula bajo los manglares, al pie de las cumbres cubiertas de nubes. En las noches sin luna, los troncos de los árboles brillan plateados a la luz de las estrellas; bajo la luna llena, sostienen en alto sus ramas torcidas como brazos de gigantes llorones.

Así pasan las semanas.

Los y las deportadas están confinadas en esta península, a mil millas al este de Australia. Tienen que buscar su propia comida, fabricar sus propias herramientas y viviendas. Bajo la mirada vacía de los guardias, trabajan para establecer las condiciones mínimas de vida.

Una panorámica de la costa de Nueva Caledonia, tomada en 1877.

Los franceses llaman a esta isla Nueva Caledonia, reciclando el nombre que los romanos daban a la parte de Gran Bretaña situada más allá de la muralla del Imperio Romano.

Los colonizadores llaman a los habitantes nativos de la isla Kanaks, una palabra hawaiana.

Pero, ¿cómo se llaman a sí mismos los nativos? Louise Michel no tiene ni idea. A veces los oye cantar mientras caminan entre la maleza, contando los cuartos de tono como gotas de lluvia sobre las hojas. Utilizan una escala musical más compleja que la de los europeos.


El primer lugareño que conoce propiamente se llama Daoumi. Louise Michel le conoce en una cena organizada por otro de sus compañeros exiliados franceses.

Daoumi llega a la cena con sombrero de copa y guantes de seda, un guiño a la ropa formal francesa que le permite excusarse de ayudar a los blancos a cocinar y servir.

El hecho de que no les ayude le permite entablar conversación. Louise se presenta. Conversan mientras da de comer hojas a una cabra atada a una planta de ricino. Tiene muchas preguntas.

El francés de Daoumi es impecable. En cambio, ella no sabe hablar ni una palabra de su idioma.


Más tarde, hablando con Daoumi alrededor de una hoguera de sándalo, Louise Michel empieza a recopilar un libro de frases del dialecto pidgin que los isleños utilizan para comunicarse con los forasteros. Entre ellos, los nativos hablan unas treinta lenguas diferentes. Daoumi sabe leer y escribir en francés, pero Louise es la primera francesa que intenta registrar las otras lenguas que habla.

Tayo significa «amigo». Maté significa «enfermo»-maté maté, muerto. Llaman a la Vía Láctea el diahot, el río de los cielos. Para consternación de Louise, se refieren a una mujer como nemo, «nada», o popinée, «objeto útil», aunque le parece que ambas palabras han llegado de Europa.

Michel es incansable en sus preguntas. «¿Y cómo llamáis a la moneda del hombre blanco?», pregunta.

*Dinero”, responde Daoumi, inexpresivo.


«Ante ella, la tierra se ha partido», narra Daoumi. “Los torrentes no tienen fin. Detrás de ella, la montaña se desgarra; abismos se abren a derecha e izquierda”.

Alrededor de un fuego de palo de rosa –peuhaou– recita mientras Louise Michel transcribe. Está contando las historias de los que vinieron primero, de los que llaman hogar a esta isla.

“Y el agua sube, sube; llega tan alto como las nubes, y las pesadas nubes se funden con la ola. Las nubes y el mar se abrazan, las nubes se derraman en torrentes, el agua se eleva en columnas, más altas que los árboles más altos, los árboles que los hombres blancos usan como mástiles para sus barcos; ahí están, como montañas de noche…”


Por la noche, en las tranquilas aguas del lago, la voz de una sola rana resuena por encima de las rompientes lejanas. Todas las ranas responden a coro.

De día, las abejas negras y peludas se afanan en las flores rosadas de los ciruelos silvestres, colgados de enormes enredaderas, de las que cuelgan murciélagos frugívoros, adormilados, envueltos en sus alas, de modo que, desde lejos, uno podría confundirlos con enormes peras.

Aislada de la colonización europea hasta hace apenas veinte años, Nueva Caledonia conserva la mayor diversidad ecológica de la superficie terrestre. Louise Michel toma notas sobre la flora y la fauna junto a las palabras kanak de su léxico.

Esta es la recompensa que Francia ha llegado a saquear: exportar el sándalo, explotar a los nativos, extraer el níquel y el cobre. El gobierno ha enviado aquí a prisioneros como ella como cuña para abrir el camino a la siguiente fase de la colonización.


Una mañana, otro buque francés aparece en el puerto y una nueva ronda de cautivos es transportada a la orilla. Son argelinos. A Louise Michel le parecen distinguidos con sus blusones blancos.

También ellos han sido exiliados por sublevarse contra las autoridades francesas. Su sublevación estalló el 16 de marzo de 1871, dos días antes del estallido de la Comuna de París. Sus familias llevan luchando contra Francia desde antes de que naciera el mayor de los comuneros.

Al igual que la ocupación de Argelia durante décadas preparó al ejército francés para aplastar la revuelta de París, los recursos que se extraen aquí, en la periferia colonial de Nueva Caledonia, alimentan la maquinaria de guerra que invadió Argelia y la Comuna. El colonialismo entrelaza toda la superficie de la tierra en un gran circuito de opresión.


Louise Michel lleva cinco años exiliada en la isla cuando un líder nativo llamado Ataï se enfrenta al gobernador francés de Nueva Caledonia por la invasión de la colonia europea. Los colonos franceses se han ido apoderando cada vez de más territorio mientras su ganado engulle los cultivos de los que dependen los nativos.

«Esto es lo que teníamos», dice Ataï, vertiendo un saco de tierra para dejarle absolutamente claro el punto al gobernador. «Y esto es lo que ustedes nos han dejado», dice vertiendo una bolsa de piedras.

El gobernador sugiere que los canacos construyan vallas alrededor de sus tierras como hacen los europeos. «Cuando mis verduras se coman a vuestros animales, construiré vallas», responde Ataï.

Sólo queda una opción: la guerra de guerrillas. Pronto, hay informes de incursiones en el monte.


Las autoridades francesas arman a los deportados para reprimir a los canacos rebeldes. Muchos de los comuneros se ponen del lado de sus carceleros, de la civilización que mató a sus camaradas y los exilió aquí, contra la barbarie de aquellos cuyas tierras están ocupando. Incluso algunos de los rebeldes argelinos se unen al bando francés.

El colonialismo enfrenta a los desarraigados con los colonizados en un ciclo que engendra cada vez más violencia, generando extrañas alianzas por el camino.


Louise Michel discute acaloradamente con los y las demás deportadas sobre la rebelión. ¿Qué distingue a los rebeldes canacos de los comuneros? ¿No deberían unirse contra su enemigo común?

Una discusión llega a ser tan acalorada que un guardia se acerca corriendo, pensando que se está produciendo un motín. Se retira consternado al ver que sólo se trata de Louise, que grita a un solo francés.


Una noche, en plena tormenta, Michel oye llamar a la puerta de su cabaña. «¿Quién está ahí?»

«Taïau», responde. *Reconoce las voces de dos nativos que conoce bien. Han venido a despedirse de ella. Aunque su pueblo, los manongoes, se ha mantenido al margen de la revuelta, los dos se marchan para cruzar la bahía y unirse ellos mismos a la insurrección. La revuelta también puede dar lugar a nuevas solidaridades.

Michel les invita a pasar. Ella saca el fino pañuelo rojo que guarda desde los tiempos de la Comuna. Lo ha escondido en cada registro. Ahora corta el pañuelo en dos y entrega a cada uno de ellos una tira del mismo, un hilo rojo de libertad que va de un levantamiento a otro, a través de océanos, décadas, pueblos.


Mil nativos mueren en el levantamiento. Al final, la cabeza cortada de Ataï llega a Francia conservada en formol, trofeo de la victoria de la civilización sobre los cazadores de cabezas.

En duelo Louise Michel traduce la canción de guerra de Andia, el bardo canaco de pelo largo que murió junto a Ataï.

Los espíritus
De sus padres
Hacen una tormenta.
Están esperando
A los valientes.
Los valientes

Son bienvenidos.
Amigos o enemigos,
Son bienvenidos
Más allá de esta vida.
Aquellos que deseen vivir
Regresan.

La guerra ha llegado.
La sangre correrá
Sobre la tierra
Como el agua.


El viejo comunero camina junto a Louise Michel, apoyándose pesadamente en su brazo. La vida en el exilio casi le ha matado. Todo el mundo sabe que le quedan pocas semanas de vida.

Cuando llegan a las alturas entre las dos bahías, desde donde pueden ver los edificios de la prisión de convictos en la isla como una mancha de sangre en el horizonte, su compañero se pone en pie. Extiende su largo y delgado brazo hacia la prisión y se dirige a Louise, pronunciando cada sílaba con voz gutural.

“Proudhon tenía razón. Cada reforma que hemos intentado hacer mantiene las mismas causas de los desastres, las mismas desigualdades, los mismos antagonismos. Proudhon lo dijo: ‘Los hombres que lo producen todo sólo obtienen a cambio pobreza y muerte’. Los mejores tratados comerciales de una nación sólo protegen a los explotadores. El pueblo acabará con todo eso. Pero cuánto dolor, cuánto mal…”

Louise conoce a Pierre-Joseph Proudhon como un misógino, un anarquista hipócrita que deseaba mantener a las mujeres en el hogar bajo el gobierno de los hombres. Pero al escuchar a su viejo camarada, Louise imagina un anarquismo que rechaza todas las formas de opresión: el sexismo, el racismo, el colonialismo, el capitalismo y el Estado.

Del Pacífico Sur a París, la lucha es la misma.

Louise Michel llega a París a la estación Saint-Lazare el 9 de noviembre de 1880 tras nueve años de prisión y exilio, reanudando su lucha contra el gobierno francés donde la había dejado.

Los compatriotas de Ataï siguen reclamando la devolución de su cráneo en 2014.

En 2024, siguen luchando por su libertad.

La lucha continúa.


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